
Las lecturas de este domingo nos invitan a mirar el corazón con verdad y sencillez ante Dios. El libro del Eclesiástico nos recuerda que el Señor no se deja impresionar por apariencias ni privilegios, sino que escucha con especial ternura la oración del pobre y del humilde, aquella que “atraviesa las nubes”.
San Pablo, en su segunda carta a Timoteo, nos ofrece su propio testimonio de fe vivida hasta el final: ha combatido el buen combate y espera, con confianza, la “corona de la justicia” que el Señor concede a quienes han permanecido fieles.
En el Evangelio, Jesús nos presenta la parábola del fariseo y el publicano. Uno se siente justo y se enorgullece de sus méritos; el otro, consciente de su fragilidad, solo puede decir: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Y es este último —el publicano— quien baja a su casa justificado.
Hoy, la Palabra nos enseña que la verdadera oración nace de la humildad. No se trata de compararnos con los demás ni de presumir de nuestras obras, sino de presentarnos ante Dios con un corazón sincero, confiando plenamente en su misericordia.
